Misteriosa, sofisticada, inteligente, atractiva, inconformista y tremendamente sensual. No por azar elegimos a Greta Garbo para el nombre de nuestro club del libro. Por eso arrancamos nuestra serie de ‘Historias de amor reales’ con esta gran actriz que forjó su mito en la era dorada de Hollywood.
A Greta Garbo, la actriz con la caída de pestañas más legendaria de Hollywood, le bastaron 24 películas en la meca del cine para convertir su apellido en sinónimo de sofisticación, femineidad y misterio. Aunque para disgusto de mitómanos y amantes del cine, la esfinge sueca se retiró de las pantallas prematuramente en 1941, con apenas 36 años, para vivir como siempre quiso: lejos de los focos y de un halo de femme fatale con el que nunca se identificó.
Es cierto que Garbo rehuyó el matrimonio y cosechó una larga lista de amantes. Pero también fue una persona muy celosa de su intimidad y escogía cuidadosamente a sus amistades y acompañantes -hombres y mujeres indistintamente-, a los que controlaba en exceso y a los que, al primer indicio de indiscreción con la prensa, expulsaba de su círculo.
Nacida en 1905 en el modesto barrio obrero de Södermalm (hoy epicentro de la bohemia y del diseño de vanguardia en Estocolmo), Greta Lovisa Gustaffson despuntó siendo apenas una adolescente como dependienta y modelo en los grandes almacenes PUB de la capital sueca para triunfar poco después en películas de cine mudo que la llevarían de Suecia a Berlín, donde rodaría películas con gran éxito tanto de crítica como de público.
DESEMBARCO EN HOLLYWOOD
Determinación y talento no le faltaban, pues en 1925 y con apenas veinte años desembarcaba en EEUU acompañada de su mentor, el también actor Mauritz Stiller, para fichar por la Metro Goldwyn Mayer (MGM). Detrás dejaba a su familia y una ristra de corazones rotos.
Pese a su juventud y sin hablar apenas una palabra de inglés, Garbo pronto demostró sus dotes interpretativas: fue una de las pocas actrices de Hollywood que aguantó la transición del cine mudo al sonoro sin perder un ápice de magnetismo. Épica era su caída de pestañas. Y hasta los síntomas de una anemia galopante, fruto del agotamiento, los transformaba en una suerte de sensualidad exótica ante la cámara.
Inconformista por naturaleza, nadie se atrevió a decirle cómo tenía que vestir, qué tenía que decir o a dónde debía ir en una época donde la vida de las grandes estrellas del cine seguía un guión tanto dentro como fuera de los platós de rodaje. De hecho, bastaba que su estudio, MGM, le advirtiera de que se alejara de un hombre (o mujer) para que ella se arrojara a sus brazos con más ímpetu.
Durante su paso por Hollywood, de 1925 a 1941, Garbo consiguió convertirse en todo un icono y encumbrarse a lo más alto con largometrajes como Ana Karenina (1935), La Dama de las Camelias (1936), la satírica Ninotchka (1939) o La Reina Cristina de Suecia (1933) -de la que por cierto se puede admirar uno de los magníficos vestidos que lució en el rodaje en la exposición Cine y moda del CaixaForum de Madrid hasta el 15 de junio-.
ROMANCES FUGACES
Garbo nunca se casó aunque pretendientes no le faltaron. Y no tuvo que esperar a Hollywood para levantar pasiones: cuando Greta apenas contaba 15 años el deportista olímpico y empresario de éxito sueco Max Gumpel le regaló un anillo -dicen que con un diamante engarzado- y, tras un breve romance, mantuvieron su amistad durante décadas.
Su vida amorosa estuvo cuajada de affaires y de relaciones tan intensas como tormentosas. Entre los primeros destacan los romances con la actriz y cantante Fifi d’Orsay; con Sven Hugo Borg, diplomático sueco que trabajó de intérprete para ella a su llegada a California; con la polifacética Mercedes de Acosta -amiga de Picasso, Rodin y Edith Warton, entre otras personalidades del momento, y quien al ser abandonada por Garbo se convertiría en amante de Marlene Dietrich-; con el fotógrafo Sir Cecil Beaton, quien confesó que Greta había sido uno de los grandes amores de su vida; o el sonado romance con el director de orquesta Leopold Stokowski, con quien vivió una pasión a la italiana (se enclaustraron un mes en una villa palaciega de Ravello, cerca de Nápoles) cuando ella contaba 32 años y él, 55.
Con el actor John Gilbert, galán muy del gusto de la época, compartió tres años de su vida tras enamorarse a primera vista durante el rodaje de El demonio y la carne (1926) aunque enseguida se convirtió en una relación tormentosa repleta de celos, infidelidades por ambas partes (Garbo seguía viéndose con el sueco Hugo Borg) y altercados sonados. Garbo también recibió propuestas de matrimonio del editor Lars Saxon y cuentan que estuvo muy enamorada del doctor Gayelord Hauser, nutricionista de las estrellas de Hollywood (la propia Garbo tuvo que perder 15 kilos a su llegada a América), con el que sí estuvo a punto de casarse.
‘MIMOSA’, SU GRAN AMOR
Pero son muchos los que sostienen que Garbo pasó gran parte de su vida sola porque a quien realmente deseaba era a su amor de juventud, la también sueca Mimi Pollack. Comenzaron a escribirse cartas cuando las dos eran aspirantes a actriz en la Escuela Dramática de Estocolmo, continuaron esta relación epistolar cuando Garbo se trasladó a Estados Unidos y siguieron en contacto durante sesenta años.
Mimosa, como la llamaba cariñosamente Greta, recibiría a lo largo de los años misivas, poemas y telegramas llenos de amor, nostalgia y anhelos por parte de la estrella de Hollywood: “Sueño con verte y descubrir si todavía te importa tu antiguo amor”; “Siempre he pensado que tú y yo estamos hechas la una para la otra”; “Nadie podrá ocupar tu lugar”; “Increíblemente orgullosa de ser padre” (sic), le telegrafió cuando se enteró de que Pollack había dado a luz a su primer hijo…
En 1984 Garbo le escribiría desde su apartamento neoyorquino en la calle 52 –cuyas vistas al East River le recordaban a su Estocolmo natal-: “Estoy triste y no muy bien y con miedo… ¿Qué te parece esto como carta?”. Fue la última vez que la escribió, hasta su muerte en 1990.
Greta Garbo fue un símbolo, un personaje que en el ideario colectivo vivía rodeada de glamour –se codeaba con Aristóteles Onassis, el barón de Rothschild, el magnate George Schlee o la principesca Grace Kelly-. Greta Gustaffson, la mujer, nunca pudo estar a la altura del mito. Una diosa con pies de barro. Y, solo por eso, la adoramos.